El coronel Aureliano Buendía había sido condenado a muerte, y
la sentencia sería ejecutada en Macondo, para escarmiento de la población. Un
lunes, a las diez y veinte de la mañana, Amaranta estaba vistiendo a Aureliano
José, cuando percibió un tropel remoto y un toque de corneta, un segundo antes
de que Úrsula irrumpiera en el cuarto con un grito: «Ya lo traen.» La tropa
pugnaba por someter a culatazos a la muchedumbre desbordada. Úrsula y Amaranta
corrieron hasta la esquina, abriéndose paso a empellones, y entonces lo vieron.
Parecía un pordiosero. Tenía la ropa desgarrada, el cabello y la barba enmarañados,
y estaba descalzo. Caminaba sin sentir el polvo abrasante, con las manos
amarradas a la espalda con una soga que sostenía en la cabeza de su montura un
oficial de a caballo. Junto a él, también astroso y derrotado, llevaban al
coronel Gerineldo Márquez. No estaban tristes. Parecían más bien turbados por
la muchedumbre que gritaba a la tropa toda clase de improperios.
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