Había órdenes superiores
de no permitir visitas a los condenados a muerte, pero el oficial asumió la
responsabilidad de concederle una entrevista de quince minutos. Úrsula le
mostró lo que llevaba en el envoltorio: una muda de ropa limpia los botines que
se puso su hijo para la boda, y el dulce de leche que guardaba para él desde el
día en que presintió su regreso. Encontró al coronel Aureliano Buendía en el
cuarto del cepo, tendido en un catre y con los brazos abiertos, porque tenía
las axilas empedradas de golondrinos. Le habían permitido afeitarse. El bigote
denso de puntas retorcidas acentuaba la angulosidad de sus pómulos. A Úrsula le
pareció que estaba más pálido que cuando se fue, un poco más alto y más
solitario que nunca. Estaba enterado de los pormenores de la casa: el suicidio
de Pietro Crespi, las arbitrariedades y el fusilamiento de Arcadio, la
impavidez de José Arcadio Buendía bajo el castaño. Sabía que Amaranta había
consagrado su viudez de virgen a la crianza de Aureliano José, y que éste
empezaba a dar muestras de muy buen juicio y leía y escribía al mismo tiempo
que aprendía a hablar. Desde el momento en que entró al cuarto, Úrsula se
sintió cohibida por la madurez de su hijo, por su aura de dominio, por el
resplandor de autoridad que irradiaba su piel.
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